LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LA EUCARISTÍA
PREMISA. El memorial de la pasión gloriosa del Señor
comporta su presencia, con su cuerpo y su sangre, según el sentido genuino de
las palabras de la institución, como han sido comprendidas por la Iglesia
apostólica. La misma comunión eucarística con Cristo y con su sacrificio, exige
que esto suceda no mediante un símbolo sin realidad, sino con el realismo que
requiere la «koinonia» con el cuerpo y la sangre del Señor (1 Cor 10, 16). El
tema de la presencia eucarística, visto ya ahora a nivel bíblico y patrístico,
y comprendido en la realidad del memorial, es estudiado ahora expresamente, en
su problemática teológica. Tres son en realidad las grandes cuestiones
implicadas en este capítulo esencial del tratado, como se han presentado a lo
largo de la historia y a las cuales ha dado una respuesta adecuada el
Magisterio de la Iglesia:
1. El hecho de la
presencia real de Cristo en la Eucaristía.
2. El modo como se da esta presencia. Ambas cuestiones están
conexas.
3. Las consecuencias o corolario que siguen de estos dos
principios y que hacen referencia a la duración de la presencia y la veneración
del sacramento.
Efectivamente, nos preguntamos en primer lugar, ¿qué está
contenido en la Eucaristía, o mejor, qué se hace presente en la Eucaristía?
Después nos preguntamos ¿cómo se puede realizar esta presencia, qué relación
existe entre los elementos eucarísticos del pan y del vino y la Persona del
Señor, entre el cuerpo y la sangre de Cristo, y el pan y vino del altar? En
consecuencia, se ponen de relieve algunas expresiones de la fe, como la
veneración por el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, la
conservación de las especies sacramentales, la duración de la presencia...
Ya desde
la antigüedad cristiana, la pregunta sobre el sentido preciso de las palabras
del Señor, crea una teología que trata de captar, desde la inteligencia de la
fe, el profundo sentido del misterio, inserto en el memorial del Señor. La celebración
eucarística no es un milagro del cual se pueden constatar los efectos
sobrenaturales, sino un misterio que es preciso creer, porque aparentemente
nada cambia en el pan y en el vino, según la percepción de nuestros sentidos.
La teología eucarística trata de formular la relación entre la realidad y las
mediaciones simbólicas.
La raíz
del tema está totalmente en el dualismo con el cual se nos presenta la
Eucaristía: afirmación de la presencia, del sacrificio, de la comunión del
cuerpo y sangre del Señor; por otro lado tenemos la necesaria verificación de
la permanencia del pan y del vino, según la percepción de nuestros sentidos.
Dicho dualismo aparece en las palabras mismas de la revelación eucarística,
donde se enlaza un dualismo verbal. Se habla, en efecto, de la fracción del
pan, de la bendición del cáliz, de partir el pan y de beber el vino del cáliz;
pero se afirma que se trata de la realidad o sustancia del cuerpo y sangre de
Cristo. Estas palabras indican la realidad; aquéllas el aspecto sacramental y
simbólico.
A lo largo
de la historia de la Iglesia este dualismo suscitará la adhesión de la fe y de
la búsqueda del lenguaje y de las explicaciones teológicas. En efecto, los
cristianos, por confiarse a la omnipotencia de Dios, tratan de elaborar una
formulación racional y razonable del misterio. El primer milenio, menos
racionalista, abunda en las explicaciones de fe y en la acogida del misterio.
El medievo introduce un sistema filosófico para explicar el sentido de este dualismo.
Nuestro siglo ha preferido emprender otras vías en la comprensión del misterio,
tal vez sin respetar el sentido genuino de la realidad.
No siempre
en la Iglesia se ha conservado el sentido profundo del equilibrio entre símbolo
y realidad en la Eucaristía. Una afirmación totalitarista de la realidad de la
presencia, puede conducir a un concepto carnal, «cafarnaítico» de la presencia
que no respete el sentido obvio del sacramento. Una acentuación del simbolismo,
pone en peligro la confesión de la fe en el realismo del don y de la presencia
del donante para reducirlo todo a una apariencia o a una convicción subjetiva
de la fe. El Magisterio de la Iglesia ha desarrollado un papel de
profundización y de equilibrio de la verdad total. Ha descartado las
formulaciones insuficientes del misterio, tanto por exceso como por defecto. Ha
condenado toda tendencia que quiera vaciar de realismo la Eucaristía. Ha
formulado, respetuoso con el misterio, el dogma de la presencia y su coherente
explicación que es la de la transustanciación. Pero para comprender
adecuadamente el alcance de la doctrina de la Iglesia es necesario estudiar con
mucho cuidado las formulaciones y encuadrar su enseñanza. Por eso también una,
aunque breve, panorámica histórica es cuanto más necesaria a la comprensión de
los problemas.
I. PANORAMA HISTÓRICO
1. La antigüedad
cristiana
En primer lugar, por cuanto hace referencia al hecho de la
presencia. En los textos eucarísticos de los Padres y de la liturgia de la
Iglesia, nos encontramos con el mismo dualismo revelado en los textos bíblicos.
Se afirma con toda claridad la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor, y
la dimensión sacramental del pan y del vino. ¿Cómo traducir, pues, la relación
entre la realidad y los signos sacramentales? Igual que para otras realidades
sacramentales, como es el caso del bautismo, se utiliza la terminología que
indica la verdad del contenido y la diversidad del modo. Los términos son
similares a los utilizados para expresar la relación entre el sacrificio de la
cruz y el sacrificio eucarístico. En griego: omoioma (semejanza), eikon
(imagen), typos, antitypos, símbolo; otras palabras son las correspondientes en
lengua latina: figura, forma, imago, exemplum, similitudo, species, sacramentum,
mysterium... 84
El sentido
obvio de estas expresiones es que no se niega la realidad, sino que se propone
de nuevo en el sentido sacramental con el que nos es dada. Contribuye a
establecer esta diferencia la obvia constatación de que el modo de la presencia
eucarística del Señor es diferente de su presencia puramente divina, de la
encarnada durante su vida pública, y de la gloriosa, después de la resurrección
que es, finalmente, la escatológica con la cual él está a la diestra del Padre.
También realmente presente, como está en el cielo, sucede en el sacramento y a
través de los signos sacramentales. La diversa terminología expresa bien esta
diferencia.
Por cuanto
se refiere al camino o modo de realizarse la presencia, están los verbos
simples: eucaristizar, bendecir, santificar, hacer; u otros más enérgicos:
convertir, con la palabra griega ghinestai... Dichas expresiones son utilizadas
por los Padres en sentido apologético, o en sentido catequético, cuando se
trata de ofrecer la verdad a los paganos o a los neófitos; o bien, en un
lenguaje puramente litúrgico, cuando con las palabras de la anáfora, se pide a
Dios que esto se haga o se constata en la fe que se ha verificado.
Para
indicar el paso de una realidad a otra, a menudo, los Padres utilizan los
verbos compuestos con la partícula «meta» en griego, en latín «trans». Hay toda
una serie de palabras clave usadas en los textos de la antigüedad cristiana:
poiein, metapoiein (conficere), metastoicheioin (transleementare), metaballein
(transmutare o convertere), metithesis (transpositio), metaplasseis y
metamorphosis (transformatio), metarrithmesis (translatio)... 85
A menudo,
el modo de explicar lo que sucede en la mutación eucarística es de carácter
catequético o apologético y se reduce a ejemplos, no siempre del todo claros:
se propone un paralelismo entre la Eucaristía y la unión hipostática con la
asunción de la humanidad por parte del Verbo, o la asimilación hecha por el
cuerpo humano con el alimento... El hecho del cambio lo ilustran los Padres a
partir de la omnipotencia de Dios como se manifiesta en la creación de la nada,
en el germinar de la vida en las plantas, en el misterio de la encarnación, en
la potencia manifestada por Cristo en sus milagros y en la transformación de su
resurrección gloriosa; y lo atribuyen o bien a la fuerza de la palabra
omnipotente y a la acción de Cristo, o bien al poder del Espíritu Santo.
Finalmente, por cuanto hace referencia a las consecuencias de la
presencia en las especies eucarísticas, recordamos la fe de la Iglesia que cree
en la permanencia de la presencia eucarística: la comunión es llevada a los
enfermos; a veces la Eucaristía es conservada en casa para la comunión; se
tiene cuidado de los fragmentos eucarísticos...
Los Padres
ilustran tanto el realismo de la presencia como el simbolismo de las especies
sacramentales. Documentamos con algún texto patrístico estas verdades
recurriendo a cuatro testimonios de la fe, dos de Oriente y dos de Occidente,
muy conocidos por su sensibilidad en el campo de la catequesis.
Cirilo de
Jerusalén en su catequesis sobre la Eucaristía se expresa así: «Jesús mismo se
ha manifestado diciendo del pan: «Éste es mi Cuerpo». ¿Quién tendría el coraje
de dudar? Él mismo lo ha declarado: «Ésta es mi sangre». ¿Quién es el que lo
pondría en duda diciendo que no es su sangre? Él, por su voluntad, transformó
en Caná de Galilea el agua en vino, y ¿no es digno de fe si cambia el vino en
sangre?... Con toda seguridad participamos en el cuerpo y en la sangre de
Cristo. Bajo la especie del pan te he dado el cuerpo, y bajo la especie del
vino te he dado la sangre, para que tú te hagas, participando en el cuerpo y en
la sangre de Cristo un solo cuerpo y una sola sangre con Cristo... No hay que
considerar como simples y naturales dicho pan y dicho vino: son, por el
contrario, según la declaración del Señor el cuerpo y la sangre. Aunque los
sentidos te lleven a esto, la fe, sin embargo, te sea firme» 86.
Así, Juan
Crisóstomo afirma el poder de las palabras de la consagración en una de sus
célebres homilías: «No es el hombre quien hace de las ofrendas el Cuerpo y la
Sangre de Cristo, sino que es Cristo mismo quien ha sido crucificado por
nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su
virtud y su gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo dice. Esta palabra transforma
lo ofrecido». Anteriormente había afirmado la presencia de Cristo en el
sacerdote: «Ahora está presente Cristo que adorna la mesa; no es, de hecho, un
hombre que cambia las ofrendas en el cuerpo y en la sangre de Cristo» 87.
Ambrosio
en su catequesis sobre los misterios explica de este modo cuanto sucede sobre
el altar: «Antes de ser consagrado es pan, pero cuando se añaden las palabras
de Cristo, es cuerpo de Cristo... Y antes de las palabras de Cristo, el cáliz
está lleno de agua y vino; cuando las palabras de Cristo ejercen después su
influjo, allí se forma la sangre de Cristo que ha redimido al pueblo. Ved,
pues, de cuántos modos la palabra de Cristo puede cambiar todas las cosas.
Luego, el mismo Señor Jesucristo nos ha asegurado que nosotros tomamos su
cuerpo y su sangre. ¿Acaso debemos nosotros dudar de su veracidad y de su
atestación?» Y en otro lugar: «... La misma naturaleza es transformada... La
Palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no pudo
transformar en una sustancia diferente lo que existe? No es menor empresa dar
una nueva naturaleza a las cosas que transformarlas» 88.
De Agustín
recordamos sólo el breve texto que invita a la adoración de la carne de Cristo
antes de la comunión: «En esta carne el Señor ha caminado hasta aquí y esta
misma carne nos ha dado a comer para la salvación; y nadie come de aquella
carne sin haberla adorado primero... así que no pecamos adorándola, sino al
contrario, pecamos si no la adoramos» 89. Por cuanto respecta al misterio del
cambio, citamos a algunos Padres más antiguos y algún texto de las liturgias
primitivas:
«El cáliz
mezclado y el pan preparado reciben la palabra de Dios y la Eucaristía se
convierte en el cuerpo de Cristo» 90. «Nosotros comemos los panes presentados
con acción de gracias y plegarias sobre las ofrendas, panes convertidos por la
plegaria en el cuerpo santo y santificante» 91.
«El pan
es, en un primero momento, común: pero, apenas consagrado por la acción
sacramental, es llamado y convertido en el cuerpo de Cristo» 92. Del Eucologio
de Serapión (del tipo alejandrino) nos remitimos a las palabras de la
epiclesis: «Venga, Dios de la verdad, tu Santo Verbo sobre este pan, a fin de
que el pan se convierta (gennethai) en el cuerpo del Verbo, y sobre este cáliz,
a fin de que el cáliz se convierta (gennethai) en la sangre de la verdad» 93.
De la
Anáfora griega de Santiago, hermano del Señor (del tipo antioqueno):
transcribimos las palabras de la epiclesis: «Envía Señor desde lo alto tu
santísimo Espíritu sobre nosotros y sobre estos santos dones propuestos, a fin
de que con su santo, bueno y glorioso descenso santifiques y hagas (aghiase kai
poiese) de este pan el cuerpo santo de Cristo, y de este cáliz la sangre
preciosa de Cristo» (PE, 250). Las anáforas de tronco latino utilizan la
palabra «fiat»: «ut nobis corpus et sanguis fiant» (Canon romano).
Finalmente, la fe en la presencia eucarística se resume en la verdad de
las palabras de la Institución. Autores como Juan Crisóstomo, con su
elocuencia, proponen textos de acogida de las palabras en la fe de este género:
«Su palabra es indefectible, mientras que nuestros sentidos se dejan engañar
fácilmente. Él ha dicho: «Esto es mi cuerpo... Aceptemos y creamos. Muchos nos
dicen: «¡Querría ver su cuerpo, su alma, sus vestidos, su calzado! Pero helo
aquí, tú lo ves, lo tocas, lo comes. Tu deseas sólo ver sus vestidos: pero él
mismo se te da a ti no sólo para ser visto, sino para que tú lo toques, lo
comas y lo recibas en ti» 94.
2. La teología
medieval
El medievo es un período muy importante para
la formación de la teología clásica escolástica de la Eucaristía que se
reflejará, en parte, en la doctrina del concilio de Trento. Por cuanto hace
referencia a la presencia, alejándose de la sobriedad de los Padres, se
intentan nuevas explicaciones que se presentan ya en diversos autores del siglo
IX.
– El realismo físico exagerado. Se afirma la
presencia de Cristo en la Eucaristía con el mismo cuerpo carnal, como estaba
aquí sobre la tierra, hasta proponer una serie de cuestiones que son llamadas
bajo el término de «cafarnaitismo» o «estercorismo». En este realismo se
inserta la doctrina de Pascasio Radberto, abad del monasterio de Corbie, con su
Liber de Corpore e sanguine Domini (844). Su posición teológica es clara: en la
Eucaristía tenemos el mismo cuerpo de Cristo, nacido de la Virgen María que ha
sufrido y que ahora está sentado a la derecha del Padre, también cuando esto se
da en el sacramento. Se trata de una posición justa, si nos referimos a la
identidad del Cristo de la Eucaristía y del Verbo Encarnado y glorificado. Hay
que notar, sin embargo, que el cuerpo de Cristo ha sido glorificado y que una
cosa es la presencia de la misma realidad de Cristo y otra el modo de
presencia. Algunos acusan a nuestro autor de excesivo realismo, pero no parece
que sea ésta su posición teológica.
– El
simbolismo sacramental. Por reacción contra Pascasio Radberto, un monje de la
misma abadía de Corbi, Ratrammo, con su libro De corpore et sanguine Christi
(859) al cual se une Rabano Mauro, proponen explicaciones más matizadas bajo la
línea del sacramentalismo y el simbolismo de los Padres, especialmente de
Agustín. Carecen, sin embargo, de categorías adecuadas. No niegan el realismo
de la presencia ni el sentido salvífico de la presencia del Señor y de la comunión
eucarística, sino que insisten en la diferencia de la presencia del cuerpo y de
la sangre de Cristo en su realidad y en el modo de su presencia sacramental,
precisamente porque se trata de un modo diferente de presencia.
La
tendencia espiritualista llega al culmen en la exposición del maestro
Berengario, canónigo de Tours, hasta pasar el umbral de la herejía. En efecto,
en su obra De sacra Coena, también reaccionando contra el realismo eucarístico,
lo reduce a un puro simbolismo, hasta tal punto que afirma la presencia de
Cristo en la Eucaristía no a nivel de realidad en el pan y en el vino, sino
sólo en la mente y en la fe de aquéllos que creen y comulgan. La Eucaristía
queda pan y vino, pero para quien cree, y en virtud de la fe, el pan y el vino
son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una presencia, pues, espiritual, y del
todo sugestiva, sin realismo sacramental. Se come a Cristo con la fe, no con la
boca, aunque se retiene la eficacia salvífica de esta comunión. Se trata, como
se ve de una negación de la realidad de la presencia que se transfiere a nivel
simbólico y espiritual en la mente de quien cree.
Las
posiciones de Berengario son condenadas en varios sínodos romanos, mediante la
profesión de fe que debe suscribirse. La primera profesión de fe, del Sínodo
Romano de 1059, contiene una fórmula bastante próxima al realismo sacramental
de las posiciones de Pascasio Radberto: «sensualiter, et no solum in
sacramento, sed in veritate, manibus sacerdotum tractari, et frangi et fidelium
dentibus atteri» (DS 690). La segunda del Sínodo de 1079, enriquece el realismo
del misterio («corpus natum de Virgine..., pro salute mundi oblatum in cruce
pependit et quod sedet ad dexteram Patris»), atenúa la anterior formulación las
palabras «in propietate naturae et in veritate substantiae» (DS 700).
La herejía
berengariana suscita en toda la Iglesia un gran fervor de fe en torno a la
presencia real y personal de Cristo, con la devoción a la elevación de la
hostia y del cáliz, la veneración más prolongada de la Eucaristía y las
devociones eucarísticas.
En el
siglo XIII, con los grandes escolásticos como Alberto Magno, Tomás y
Buenaventura, tenemos una elaboración más equilibrada. Se afirma la presencia
sacramental y real de Cristo. Se utiliza la terminología presencia, presencia
real, continetur, adest... Se encuentra después en el sistema hilemórfico y en
los términos de sustancia y accidentes la formulación filosófica adecuada para
hablar de la presencia de la sustancia de Cristo y la permanencia de los
accidentes del pan y del vino. Se encuentra también el modo de justificar el
cambio: cambia la sustancia, quedan los accidentes. Se forja así la
terminología y la explicación de la transustanciación.
Las grandes
síntesis sobre la presencia real de santo Tomás se encuentra expresada en la S.
Theologica III, qq. 75-77. Se trata de una doctrina que representa la mejor
exposición católica: ella ha influenciado en la doctrina posterior del
Magisterio. He aquí una breve guía para la lectura de la síntesis tomista:
• q. 75, a. 1: la presencia real; a. 2-4: sobre la
conversión/transustanciación; a. 5: la permanencia de los accidentes.
• q. 76, a. 1: la presencia del totus Christus; a. 2-3, en
cada una de las especies; a. 4: la cantidad del cuerpo de Cristo en el
sacramento; a. 5-6: la presencia a modo de sustancia, no localmente; a. 7-8:
cuestiones referentes a los milagros eucarísticos.
• q. 77: una cuestión de ocho artículos referentes a los
accidentes o especies.
Cabe recordar, además
de a Tomás, teólogo de la Summa, al también teólogo-poeta de los preciosos
textos litúrgicos de los oficios y de la misa del día del Corpus, fiesta típica
del momento de la fe medieval en la presencia real y personal de la Eucaristía.
Fue instituida por Urbano IV con la Bula Transiturus en 1264, después del
milagro ocurrido cerca del lago de Bolsena. El texto del oficio y de la misa,
compuestos, como se cree, por santo Tomás, fueron adjuntados como apéndice a la
bula del Papa.
Diversas
intervenciones del Magisterio de la Iglesia precisan progresivamente la
posición católica. El concilio Lateranense IV, (1215), en la profesión de fe
contra los cátaros y los albigenses expresa la doctrina sobre la presencia real
en el más límpido lenguaje escolástico: «sub especiebus panis et vini veraciter
continetur, transubstantiatis pane in corpus et vino in sanguinem potestate
divina» (DS 802). El concilio de Lyon (1274) en la profesión de fe del
emperador Miguel el Paleólogo, afirma, a propósito de la Eucaristía: «in ipso
sacramento panis vere transubstantiatur in corpus et vinum in sanguinem Domini
nostri Iesu Christi...» (DS 860).
En el siglo
XIV el concilio de Costanza (1414-1418) (DS 1151-1153) condena algunos errores
de J. Wycliffe. Representa una primera reacción a las proposiciones de tipo
escolástico que, según él, no respetan la realidad misma de la Eucaristía. Para
él: en la Eucaristía permanecen la sustancia del pan y del vino, los mismos
accidentes del pan y del vino no se dan sin el propio sujeto. No se puede decir
que en la Eucaristía Cristo se encuentre con la misma y real presencia con la
cual está ahora en el cielo. Más que de transustanciación se trata de una
«consustanciación».
En el
concilio de Florencia (1438-1445) en la profesión de fe para los armenios, se
formula la doctrina de la presencia con estas palabras: «Ipsorum verborum
virtute substantia panis in corpus Christi, et substantia vini in sanguinem
convertuntur; ita tamen quod totus Christus continetur sub specie panis et
totus sub specie vini. Sub qualibet quoque parte hostias consecratae et vini
consecrati, separatione facta, totus est Christus» (DS 1321). Estas
formulaciones que se inspiran en la límpida doctrina tomista, serán retomadas
en el Concilio tridentino.
3. La posición de los reformadores
Las posiciones de los
Reformadores son un tanto diversas. Pero son bastante unitarias en lo esencial
Lutero presenta estas
tres grandes líneas de pensamiento: 1) Afirma convencido la presencia real de
Cristo en la Eucaristía, según las mismas palabras de Cristo; incluso cree
afirmar, mejor todavía que los «papistas», el realismo de la presencia que él
sostiene con fuerza contra las tendencias demasiado simbolistas de otros
reformadores. 2) Niega la transustanciación, de la que se ríe cáusticamente
como palabra bárbara y explicación ridícula. Para él la presencia de Cristo se
contiene con la sustancia y bajo la sustancia del pan y del vino; se trata, más
bien, de una consustanciación de Cristo con el pan y con el vino (empanación,
se dirá). El modo de explicar la presencia del Señor es el de su capacidad de
encontrarse en todas partes, «ubique». Se habla, por ello de «ubiquismo»
eucarístico. 3) Admite la presencia del Señor en la Eucaristía sólo «in usu»,
para la comunión; niega, pues la permanencia de la presencia fuera de la
comunión, y es contrario al culto eucarístico fuera de la misa que él condena
como idolatría, como adoración del pan. Zwinglio niega la presencia real y la
explicación de Lutero sobre el ubiquismo. La presencia de Cristo es sólo
espiritual. La Eucaristía es sólo una presencia en signo, también si reclama su
pasión y muerte, estimula nuestra fe y es nutrimento espiritual del alma.
Calvino niega las explicaciones de Lutero y de Zwinglio: ni
ubiquismo, ni simple simbolismo. Acentúa la fuerza espiritual «Virtus
espiritualis», que al pan y al vino confiere el Espíritu Santo, en la medida en
que es aceptada y recibida por la fe. Admite la presencia sólo en uso, y es
polémico en las confrontaciones de la reserva y de todas las formas de culto
eucarístico fuera de la misa.
A estas posiciones de
los reformadores responde el concilio de Trento en la sesión XIII con el
Decreto sulla Santísima Eucaristia de 11 de octubre de 1551 (DS 1635-1661). La
síntesis del trabajo llevado a cabo ha sido expresada en un proemio, ocho
breves capítulos doctrinales de índole expositiva y positiva y 11 cánones. Vale
la pena recordar algunos momentos esenciales de la composición del Decreto.
El 27 de
febrero de 1547 en las reuniones de los teólogos menores comienza la discusión
de los artículos heréticos de los reformadores sobre la presencia real, la
transustanciación y el culto eucarístico. Al final de aquel año, durante el
período conciliar celebrado en Bologna, prosigue el examen de los artículos.
Reanudado el Concilio en 1551, bajo Julio III, continúa y es ultimado el examen
sobre los cánones entre finales de septiembre y comienzos de octubre.
Pero antes de la aprobación definitiva se piensa que sería
oportuno elaborar algunos capítulos doctrinales que precedieran a los cánones.
Se encargan algunos prelados, pero su proyecto fue rechazado de nuevo el 8 de
octubre. Los legados pontificios redactan entonces los actuales capítulos que
son presentados a los Padres el 9 de octubre. Con fecha 11 de octubre en la
Iglesia tridentina de San Vigilio, capítulos y cánones son aprobados por
unanimidad.
Esta doctrina marca un punto firme y autorizado de la
doctrina católica, elaborada sobre la estela de la Biblia, de la tradición y de
las formulaciones de los concilios medievales arriba citados. A ella se remite
con fidelidad todo el Magisterio posterior, como se verá en el examen
doctrinal. He aquí el texto completo de los capítulos y cánones de la XIII
sesión.
Decreto sobre el
sacramento de la Eucaristía
El sacrosanto,
ecuménico y universal concilio de Trento, reunido legítimamente en el Espíritu
Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa Sede
Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu Santo,
se juntó con el fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la fe y
los sacramentos y poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos males
que ahora agitan a la Iglesia de Dios y la escinden en muchas y varias partes;
ya desde el principio tuvo por uno de sus principales deseos arrancar de raíz la
cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre enemigo sembró [Mt 13,
25 ss.] en estos calamitosos tiempos nuestros por encima de la doctrina de la
fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó
nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que
quiso que todos los cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así,
pues, el mismo sacrosanto Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina
acerca de este venerable y divino sacramento de la Eucaristía que siempre
mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica, enseñada
por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo que
día a día le inspira toda verdad [Jn 14, 26], prohíbe a todos los fieles de
Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la
Eucaristía de modo distinto de como en el presente decreto está explicado y
definido.
Cap. 1. De la
presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la
Eucaristía
Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y
sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después
de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y
sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre,
bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que
repugnen entre sí que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la
diestra de Dios Padre, según su, modo natural de existir, y que en muchos otros
lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel
modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el
pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos
constantísimamente creerlo. En efecto, así todos nuestros antepasados, cuantos
fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron acerca de este
santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro Redentor
instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando, después de
la bendición del pan y del vino, con expresas y claras palabras atestiguó que
daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre. Estas palabras,
conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt 26, 26 ss.; Mc 14, 22 ss.; Lc 22,
19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Co 11, 23 ss.], como quiera que
ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido
entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima que algunos
hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios,
por los que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el
universal sentir de la Iglesia, que, como columna y sostén de la verdad [1Tm 3,
15], detestó por satánicas estas invenciones excogitadas por hombres impíos, a
la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo este excelentísimo
beneficio de Cristo.
Cap. 2. Razón de la
institución de este santísimo sacramento
Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de
este mundo al Padre, instituyó este sacramento en el que vino como a derramar
las riquezas de su divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de
sus maravillas [Sal 110, 4], y mandó que al recibirlo, hiciéramos memoria de Él
[1 Co 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que É1 mismo venga a juzgar al
mundo [1 Co 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara como
espiritual alimento de las almas [Mt 26, 26]) por el que se alimenten y
fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquél que dijo: El que me come
a mí, también él vivirá por mí [Jn 6, 58], y como antídoto por el que seamos
liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quise
también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y
juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la cabeza [1 Co
11, 3; Ef 5, 23] y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros,
unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin
de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones
[cfr. 1 Co 1, 10].
Cap. 3. De la
excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos
Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los
demás sacramentos «ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia
invisible»; mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los
demás sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando
se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor
mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles
recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt 26, 26; Mc 14, 22], cuando Él, sin
embargo, afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y ésta fue
siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la
consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre
juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino;
ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la
apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la
apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo
ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen
entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no
morir más [Rm 6, 5]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa
unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por lo cual es de
toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo
ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y
bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la
especie de vino y bajo las partes de ella [Can. 8].
Cap. 4. De la
Transustanciación
Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo
que ofrecía bajo la apariencia de pan [Mt 26, 26 ss.; Mc 14, 22 ss.; Lc 22, 19
s; 1 Co 11, 24 ss.]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y
ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del
pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la
sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino
en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente,
fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].
Cap. 5. Del culto y
veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento
No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la
costumbre recibida de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de
Cristo en su veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel
culto de latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para
que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituido
para ser recibido [Mt 26, 26 ss.]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en
él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra
dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios [Hb 1,6; según Sal 96,7]; a quien
los Magos, postrándose le adoraron [cfr. Mt 2,11], a quien, en fin, la
Escritura atestigua [cfr. Mt 28, 17] que le adoraron los Apóstoles en Galilea.
Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue
introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado
día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular
veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión
por las calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya
instituidos algunos días sagrados en que los cristianos todos, por singular y
extraordinaria muestra, atestigüen su gratitud y recuerdo por tan inefable y
verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la
victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la verdad
victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus
enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la
Iglesia universal, o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de
vergüenza y confundidos se arrepientan un día.
Cap. 6. Que se ha de
reservar e1 santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los enfermos
La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía
es tan antigua que la conoció ya el siglo del concilio de Nicea. Además, que la
misma Sagrada Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente
conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la suma
equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido
guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este
santo Concilio establece que se mantenga absolutamente esta saludable y
necesaria costumbre [Can. 7].
Cap. 7. De la
preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía
Si no es decente que nadie se acerque a función alguna
sagrada, sino santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón
cristiano la santidad y divinidad de este celestial sacramento, con tanta más
diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad
[Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El
que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el
cuerpo del Señor [1 Co 11,28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que
traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1 Co
11, 28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella
prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia
de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la
confesión sacramental. Lo cual este santo Concilio decretó que perpetuamente
debe guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes incumbe celebrar
por obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si,
por urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese
cuanto antes [v. 1138 s].
Cap. 8. Del uso de
este admirable Sacramento
En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron
nuestros Padres tres modos de recibir este santo sacramento. En efecto,
enseñaron que algunos sólo lo reciben sacramentalmente, como los pecadores;
otros, sólo espiritualmente, a saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel
celeste Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que
obra por la caridad [Ga 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que
espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal moto se prueban y
preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial
[Mt 22, 11 s]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre costumbre en
la iglesia –de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos de los
sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos [Can. 10];
costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y razón
debe ser mantenida.
Y,
finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y
suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Lc 1,78] que todos y
cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y concuerden ya por
fin una vez en este «signo de unidad, en este vinculo de la caridad»; en este
símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande majestad y de tan eximio
amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su propia vida por precio de
nuestra salud y nos dio su carne para comer [Jn 6,48 ss.], crean y veneren
estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre con tal constancia y
firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y culto, que puedan
recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt 6,11] y ése sea para ellos
vida de su alma y salud perpetua de su mente, con cuya fuerza confortados [1R
19, 18], puedan llegar desde el camino de esta mísera peregrinación a la patria
celestial, para comer sin velo alguno el mismo Pan de los ángeles [Sal 77, 25]
que ahora comen bajo los velos sagrados.
Mas porque
no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo al
santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos, reconocida ya
la doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser por ellos
precavidas y evitadas.
Cánones sobre el
santísimo sacramento de la Eucaristía
Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de
la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la
sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y,
por ende, Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y
figura o por su eficacia, sea anatema [cfr. 874 y 878].
Can. 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de
la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo
y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y
singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la
sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino;
conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea
anatema [cfr. 877].
Can. 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de
la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo
cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea
anatema [cfr. 878].
Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no
está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable
sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no
antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se
reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor,
sea anatema [cfr. 876].
Estos textos
esenciales serán retomados en síntesis en el momento de la exposición
sistemática.
4. La teología
postridentina
Tras la relevante
intervención del concilio de Trento contra los Reformadores 95, la teología
católica defiende desde el modo más radical y como «tesela» de catolicidad la
doctrina del Magisterio, con algunas tendencias que pueden ser peligrosas para
la justa comprensión del misterio:
• Un realismo
eucarístico, verdadero en sí, pero que en algunas formulaciones llega a una
especie de «nestorianismo» eucarístico o de «monofisismo», cuando por una parte
se exagera, al menos verbalmente, una presencia demasiado humana (el niño
Jesús, el Prisionero del tabernáculo) o sólo divina (el buen Dios...).
• Explicaciones escolásticas de la transustanciación que no
respetan la verdad y la sobriedad de la formulación tridentina.
• Intentos de aplicar a la doctrina sobre la presencia real,
las nuevas teorías sobre la ciencia física y las definiciones de sustancia, a
partir de Descartes y Leibnitz, que define la sustancia para aplicarla, con un
cierto concordismo, al misterio eucarístico.
En nuestro siglo se
revela un gran interés por las cuestiones que respectan a la presencia real.
Permanecen en su sobriedad las formulaciones escolásticas, neoescolásticas y
tomistas, sobre la presencia y la transustanciación. Continúan los intentos de
explicación, a partir de las nuevas formulaciones, de la física moderna.
Por
reacción, se reactiva en algunos sectores el retorno al simbolismo eucarístico,
mediante una aplicación de la filosofía existencial y fenomenológica que no
quiere dar tanta importancia en la filosofía de las cosas a su realismo sino a
su sentido por el hombre, con gran detrimento de la doctrina sobre la verdad de
la presencia real.
Se
profundiza en el tema de la presencia desde diversos puntos de vista
teológicos: se intentan nuevas interpretaciones de la doctrina de Trento; se elaboran
nuevas síntesis teológicas, en armonía con los datos bíblicos y litúrgicos. Un
nuevo acercamiento, al menos verbal, se observa en los autores protestantes en
la formulación de la fe en la presencia y del necesario cambio de la sustancia
del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, tanto en documentos de
convergencia ecuménica como en autores individuales.
Sobre el
fondo de estas posiciones es preciso interpretar los documentos del Magisterio
de la Iglesia en notables intervenciones. Son las de Pío XII en la Mediator Dei
(20.11.1947) sobre la presencia real y el culto eucarístico, en la Humani
Generis (12.08.1951) sobre la presencia de las fórmulas de fe y la condena de
las interpretaciones de una presencia de Cristo puramente simbólica. A éstas se
añaden las de Pablo VI en la encíclica Mysterium Fidei (03.09.1965) y las
precisiones del Credo del Pueblo de Dios (30.06.1968).
Una debida
información sobre posiciones teológicas y sobre la doctrina del Magisterio se
dará en la exposición sistemática.
Bibliografía:
Para una profundización, más allá de los manuales, cfr.
• A. Gerken, Teologia eucaristica, Ed. Paoline 1977.
• E. Schillebeeckx, La presenza eucaristica, Ed. Paoline
1968 (con algunas reservas para las interpretaciones históricas).
• J.A. Sayés, La presencia real de Cristo en la Eucaristía,
Madrid, BAC, 1976.
• J. Castellano, Presencia de Cristo en la Eucaristía.
Exégesis. Teología. Espiritualidad, Teresianum 1968, pro manuscripto; con una
síntesis sobre las posiciones modernas en mi artículo: Transubstanciación.
Trayectoria ideológica de una reciente controversia, en «Revista Española de
Teología» 29 (1969) pp. 305-354.
• D. Powers, Teologia eucaristica, Brescia, Queriniana,
1969.
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