viernes, 18 de octubre de 2013

LA SANTA EUCARISTÍA I


LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LA EUCARISTÍA

PREMISA. El memorial de la pasión gloriosa del Señor comporta su presencia, con su cuerpo y su sangre, según el sentido genuino de las palabras de la institución, como han sido comprendidas por la Iglesia apostólica. La misma comunión eucarística con Cristo y con su sacrificio, exige que esto suceda no mediante un símbolo sin realidad, sino con el realismo que requiere la «koinonia» con el cuerpo y la sangre del Señor (1 Cor 10, 16). El tema de la presencia eucarística, visto ya ahora a nivel bíblico y patrístico, y comprendido en la realidad del memorial, es estudiado ahora expresamente, en su problemática teológica. Tres son en realidad las grandes cuestiones implicadas en este capítulo esencial del tratado, como se han presentado a lo largo de la historia y a las cuales ha dado una respuesta adecuada el Magisterio de la Iglesia:

 1. El hecho de la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
2. El modo como se da esta presencia. Ambas cuestiones están conexas.
3. Las consecuencias o corolario que siguen de estos dos principios y que hacen referencia a la duración de la presencia y la veneración del sacramento.

Efectivamente, nos preguntamos en primer lugar, ¿qué está contenido en la Eucaristía, o mejor, qué se hace presente en la Eucaristía? Después nos preguntamos ¿cómo se puede realizar esta presencia, qué relación existe entre los elementos eucarísticos del pan y del vino y la Persona del Señor, entre el cuerpo y la sangre de Cristo, y el pan y vino del altar? En consecuencia, se ponen de relieve algunas expresiones de la fe, como la veneración por el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, la conservación de las especies sacramentales, la duración de la presencia...

            Ya desde la antigüedad cristiana, la pregunta sobre el sentido preciso de las palabras del Señor, crea una teología que trata de captar, desde la inteligencia de la fe, el profundo sentido del misterio, inserto en el memorial del Señor. La celebración eucarística no es un milagro del cual se pueden constatar los efectos sobrenaturales, sino un misterio que es preciso creer, porque aparentemente nada cambia en el pan y en el vino, según la percepción de nuestros sentidos. La teología eucarística trata de formular la relación entre la realidad y las mediaciones simbólicas.

            La raíz del tema está totalmente en el dualismo con el cual se nos presenta la Eucaristía: afirmación de la presencia, del sacrificio, de la comunión del cuerpo y sangre del Señor; por otro lado tenemos la necesaria verificación de la permanencia del pan y del vino, según la percepción de nuestros sentidos. Dicho dualismo aparece en las palabras mismas de la revelación eucarística, donde se enlaza un dualismo verbal. Se habla, en efecto, de la fracción del pan, de la bendición del cáliz, de partir el pan y de beber el vino del cáliz; pero se afirma que se trata de la realidad o sustancia del cuerpo y sangre de Cristo. Estas palabras indican la realidad; aquéllas el aspecto sacramental y simbólico.

            A lo largo de la historia de la Iglesia este dualismo suscitará la adhesión de la fe y de la búsqueda del lenguaje y de las explicaciones teológicas. En efecto, los cristianos, por confiarse a la omnipotencia de Dios, tratan de elaborar una formulación racional y razonable del misterio. El primer milenio, menos racionalista, abunda en las explicaciones de fe y en la acogida del misterio. El medievo introduce un sistema filosófico para explicar el sentido de este dualismo. Nuestro siglo ha preferido emprender otras vías en la comprensión del misterio, tal vez sin respetar el sentido genuino de la realidad.

            No siempre en la Iglesia se ha conservado el sentido profundo del equilibrio entre símbolo y realidad en la Eucaristía. Una afirmación totalitarista de la realidad de la presencia, puede conducir a un concepto carnal, «cafarnaítico» de la presencia que no respete el sentido obvio del sacramento. Una acentuación del simbolismo, pone en peligro la confesión de la fe en el realismo del don y de la presencia del donante para reducirlo todo a una apariencia o a una convicción subjetiva de la fe. El Magisterio de la Iglesia ha desarrollado un papel de profundización y de equilibrio de la verdad total. Ha descartado las formulaciones insuficientes del misterio, tanto por exceso como por defecto. Ha condenado toda tendencia que quiera vaciar de realismo la Eucaristía. Ha formulado, respetuoso con el misterio, el dogma de la presencia y su coherente explicación que es la de la transustanciación. Pero para comprender adecuadamente el alcance de la doctrina de la Iglesia es necesario estudiar con mucho cuidado las formulaciones y encuadrar su enseñanza. Por eso también una, aunque breve, panorámica histórica es cuanto más necesaria a la comprensión de los problemas.

 I. PANORAMA HISTÓRICO

 1. La antigüedad cristiana

En primer lugar, por cuanto hace referencia al hecho de la presencia. En los textos eucarísticos de los Padres y de la liturgia de la Iglesia, nos encontramos con el mismo dualismo revelado en los textos bíblicos. Se afirma con toda claridad la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor, y la dimensión sacramental del pan y del vino. ¿Cómo traducir, pues, la relación entre la realidad y los signos sacramentales? Igual que para otras realidades sacramentales, como es el caso del bautismo, se utiliza la terminología que indica la verdad del contenido y la diversidad del modo. Los términos son similares a los utilizados para expresar la relación entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio eucarístico. En griego: omoioma (semejanza), eikon (imagen), typos, antitypos, símbolo; otras palabras son las correspondientes en lengua latina: figura, forma, imago, exemplum, similitudo, species, sacramentum, mysterium... 84

            El sentido obvio de estas expresiones es que no se niega la realidad, sino que se propone de nuevo en el sentido sacramental con el que nos es dada. Contribuye a establecer esta diferencia la obvia constatación de que el modo de la presencia eucarística del Señor es diferente de su presencia puramente divina, de la encarnada durante su vida pública, y de la gloriosa, después de la resurrección que es, finalmente, la escatológica con la cual él está a la diestra del Padre. También realmente presente, como está en el cielo, sucede en el sacramento y a través de los signos sacramentales. La diversa terminología expresa bien esta diferencia.

            Por cuanto se refiere al camino o modo de realizarse la presencia, están los verbos simples: eucaristizar, bendecir, santificar, hacer; u otros más enérgicos: convertir, con la palabra griega ghinestai... Dichas expresiones son utilizadas por los Padres en sentido apologético, o en sentido catequético, cuando se trata de ofrecer la verdad a los paganos o a los neófitos; o bien, en un lenguaje puramente litúrgico, cuando con las palabras de la anáfora, se pide a Dios que esto se haga o se constata en la fe que se ha verificado.

            Para indicar el paso de una realidad a otra, a menudo, los Padres utilizan los verbos compuestos con la partícula «meta» en griego, en latín «trans». Hay toda una serie de palabras clave usadas en los textos de la antigüedad cristiana: poiein, metapoiein (conficere), metastoicheioin (transleementare), metaballein (transmutare o convertere), metithesis (transpositio), metaplasseis y metamorphosis (transformatio), metarrithmesis (translatio)... 85

            A menudo, el modo de explicar lo que sucede en la mutación eucarística es de carácter catequético o apologético y se reduce a ejemplos, no siempre del todo claros: se propone un paralelismo entre la Eucaristía y la unión hipostática con la asunción de la humanidad por parte del Verbo, o la asimilación hecha por el cuerpo humano con el alimento... El hecho del cambio lo ilustran los Padres a partir de la omnipotencia de Dios como se manifiesta en la creación de la nada, en el germinar de la vida en las plantas, en el misterio de la encarnación, en la potencia manifestada por Cristo en sus milagros y en la transformación de su resurrección gloriosa; y lo atribuyen o bien a la fuerza de la palabra omnipotente y a la acción de Cristo, o bien al poder del Espíritu Santo.

            Finalmente, por cuanto hace referencia a las consecuencias de la presencia en las especies eucarísticas, recordamos la fe de la Iglesia que cree en la permanencia de la presencia eucarística: la comunión es llevada a los enfermos; a veces la Eucaristía es conservada en casa para la comunión; se tiene cuidado de los fragmentos eucarísticos...

            Los Padres ilustran tanto el realismo de la presencia como el simbolismo de las especies sacramentales. Documentamos con algún texto patrístico estas verdades recurriendo a cuatro testimonios de la fe, dos de Oriente y dos de Occidente, muy conocidos por su sensibilidad en el campo de la catequesis.

            Cirilo de Jerusalén en su catequesis sobre la Eucaristía se expresa así: «Jesús mismo se ha manifestado diciendo del pan: «Éste es mi Cuerpo». ¿Quién tendría el coraje de dudar? Él mismo lo ha declarado: «Ésta es mi sangre». ¿Quién es el que lo pondría en duda diciendo que no es su sangre? Él, por su voluntad, transformó en Caná de Galilea el agua en vino, y ¿no es digno de fe si cambia el vino en sangre?... Con toda seguridad participamos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Bajo la especie del pan te he dado el cuerpo, y bajo la especie del vino te he dado la sangre, para que tú te hagas, participando en el cuerpo y en la sangre de Cristo un solo cuerpo y una sola sangre con Cristo... No hay que considerar como simples y naturales dicho pan y dicho vino: son, por el contrario, según la declaración del Señor el cuerpo y la sangre. Aunque los sentidos te lleven a esto, la fe, sin embargo, te sea firme» 86.

            Así, Juan Crisóstomo afirma el poder de las palabras de la consagración en una de sus célebres homilías: «No es el hombre quien hace de las ofrendas el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino que es Cristo mismo quien ha sido crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su virtud y su gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo dice. Esta palabra transforma lo ofrecido». Anteriormente había afirmado la presencia de Cristo en el sacerdote: «Ahora está presente Cristo que adorna la mesa; no es, de hecho, un hombre que cambia las ofrendas en el cuerpo y en la sangre de Cristo» 87.

            Ambrosio en su catequesis sobre los misterios explica de este modo cuanto sucede sobre el altar: «Antes de ser consagrado es pan, pero cuando se añaden las palabras de Cristo, es cuerpo de Cristo... Y antes de las palabras de Cristo, el cáliz está lleno de agua y vino; cuando las palabras de Cristo ejercen después su influjo, allí se forma la sangre de Cristo que ha redimido al pueblo. Ved, pues, de cuántos modos la palabra de Cristo puede cambiar todas las cosas. Luego, el mismo Señor Jesucristo nos ha asegurado que nosotros tomamos su cuerpo y su sangre. ¿Acaso debemos nosotros dudar de su veracidad y de su atestación?» Y en otro lugar: «... La misma naturaleza es transformada... La Palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no pudo transformar en una sustancia diferente lo que existe? No es menor empresa dar una nueva naturaleza a las cosas que transformarlas» 88.

            De Agustín recordamos sólo el breve texto que invita a la adoración de la carne de Cristo antes de la comunión: «En esta carne el Señor ha caminado hasta aquí y esta misma carne nos ha dado a comer para la salvación; y nadie come de aquella carne sin haberla adorado primero... así que no pecamos adorándola, sino al contrario, pecamos si no la adoramos» 89. Por cuanto respecta al misterio del cambio, citamos a algunos Padres más antiguos y algún texto de las liturgias primitivas:

            «El cáliz mezclado y el pan preparado reciben la palabra de Dios y la Eucaristía se convierte en el cuerpo de Cristo» 90. «Nosotros comemos los panes presentados con acción de gracias y plegarias sobre las ofrendas, panes convertidos por la plegaria en el cuerpo santo y santificante» 91.

            «El pan es, en un primero momento, común: pero, apenas consagrado por la acción sacramental, es llamado y convertido en el cuerpo de Cristo» 92. Del Eucologio de Serapión (del tipo alejandrino) nos remitimos a las palabras de la epiclesis: «Venga, Dios de la verdad, tu Santo Verbo sobre este pan, a fin de que el pan se convierta (gennethai) en el cuerpo del Verbo, y sobre este cáliz, a fin de que el cáliz se convierta (gennethai) en la sangre de la verdad» 93.

            De la Anáfora griega de Santiago, hermano del Señor (del tipo antioqueno): transcribimos las palabras de la epiclesis: «Envía Señor desde lo alto tu santísimo Espíritu sobre nosotros y sobre estos santos dones propuestos, a fin de que con su santo, bueno y glorioso descenso santifiques y hagas (aghiase kai poiese) de este pan el cuerpo santo de Cristo, y de este cáliz la sangre preciosa de Cristo» (PE, 250). Las anáforas de tronco latino utilizan la palabra «fiat»: «ut nobis corpus et sanguis fiant» (Canon romano).

            Finalmente, la fe en la presencia eucarística se resume en la verdad de las palabras de la Institución. Autores como Juan Crisóstomo, con su elocuencia, proponen textos de acogida de las palabras en la fe de este género: «Su palabra es indefectible, mientras que nuestros sentidos se dejan engañar fácilmente. Él ha dicho: «Esto es mi cuerpo... Aceptemos y creamos. Muchos nos dicen: «¡Querría ver su cuerpo, su alma, sus vestidos, su calzado! Pero helo aquí, tú lo ves, lo tocas, lo comes. Tu deseas sólo ver sus vestidos: pero él mismo se te da a ti no sólo para ser visto, sino para que tú lo toques, lo comas y lo recibas en ti» 94.

 2. La teología medieval

  El medievo es un período muy importante para la formación de la teología clásica escolástica de la Eucaristía que se reflejará, en parte, en la doctrina del concilio de Trento. Por cuanto hace referencia a la presencia, alejándose de la sobriedad de los Padres, se intentan nuevas explicaciones que se presentan ya en diversos autores del siglo IX.

   – El realismo físico exagerado. Se afirma la presencia de Cristo en la Eucaristía con el mismo cuerpo carnal, como estaba aquí sobre la tierra, hasta proponer una serie de cuestiones que son llamadas bajo el término de «cafarnaitismo» o «estercorismo». En este realismo se inserta la doctrina de Pascasio Radberto, abad del monasterio de Corbie, con su Liber de Corpore e sanguine Domini (844). Su posición teológica es clara: en la Eucaristía tenemos el mismo cuerpo de Cristo, nacido de la Virgen María que ha sufrido y que ahora está sentado a la derecha del Padre, también cuando esto se da en el sacramento. Se trata de una posición justa, si nos referimos a la identidad del Cristo de la Eucaristía y del Verbo Encarnado y glorificado. Hay que notar, sin embargo, que el cuerpo de Cristo ha sido glorificado y que una cosa es la presencia de la misma realidad de Cristo y otra el modo de presencia. Algunos acusan a nuestro autor de excesivo realismo, pero no parece que sea ésta su posición teológica.

            – El simbolismo sacramental. Por reacción contra Pascasio Radberto, un monje de la misma abadía de Corbi, Ratrammo, con su libro De corpore et sanguine Christi (859) al cual se une Rabano Mauro, proponen explicaciones más matizadas bajo la línea del sacramentalismo y el simbolismo de los Padres, especialmente de Agustín. Carecen, sin embargo, de categorías adecuadas. No niegan el realismo de la presencia ni el sentido salvífico de la presencia del Señor y de la comunión eucarística, sino que insisten en la diferencia de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en su realidad y en el modo de su presencia sacramental, precisamente porque se trata de un modo diferente de presencia.

            La tendencia espiritualista llega al culmen en la exposición del maestro Berengario, canónigo de Tours, hasta pasar el umbral de la herejía. En efecto, en su obra De sacra Coena, también reaccionando contra el realismo eucarístico, lo reduce a un puro simbolismo, hasta tal punto que afirma la presencia de Cristo en la Eucaristía no a nivel de realidad en el pan y en el vino, sino sólo en la mente y en la fe de aquéllos que creen y comulgan. La Eucaristía queda pan y vino, pero para quien cree, y en virtud de la fe, el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una presencia, pues, espiritual, y del todo sugestiva, sin realismo sacramental. Se come a Cristo con la fe, no con la boca, aunque se retiene la eficacia salvífica de esta comunión. Se trata, como se ve de una negación de la realidad de la presencia que se transfiere a nivel simbólico y espiritual en la mente de quien cree.

            Las posiciones de Berengario son condenadas en varios sínodos romanos, mediante la profesión de fe que debe suscribirse. La primera profesión de fe, del Sínodo Romano de 1059, contiene una fórmula bastante próxima al realismo sacramental de las posiciones de Pascasio Radberto: «sensualiter, et no solum in sacramento, sed in veritate, manibus sacerdotum tractari, et frangi et fidelium dentibus atteri» (DS 690). La segunda del Sínodo de 1079, enriquece el realismo del misterio («corpus natum de Virgine..., pro salute mundi oblatum in cruce pependit et quod sedet ad dexteram Patris»), atenúa la anterior formulación las palabras «in propietate naturae et in veritate substantiae» (DS 700).

            La herejía berengariana suscita en toda la Iglesia un gran fervor de fe en torno a la presencia real y personal de Cristo, con la devoción a la elevación de la hostia y del cáliz, la veneración más prolongada de la Eucaristía y las devociones eucarísticas.

            En el siglo XIII, con los grandes escolásticos como Alberto Magno, Tomás y Buenaventura, tenemos una elaboración más equilibrada. Se afirma la presencia sacramental y real de Cristo. Se utiliza la terminología presencia, presencia real, continetur, adest... Se encuentra después en el sistema hilemórfico y en los términos de sustancia y accidentes la formulación filosófica adecuada para hablar de la presencia de la sustancia de Cristo y la permanencia de los accidentes del pan y del vino. Se encuentra también el modo de justificar el cambio: cambia la sustancia, quedan los accidentes. Se forja así la terminología y la explicación de la transustanciación.

            Las grandes síntesis sobre la presencia real de santo Tomás se encuentra expresada en la S. Theologica III, qq. 75-77. Se trata de una doctrina que representa la mejor exposición católica: ella ha influenciado en la doctrina posterior del Magisterio. He aquí una breve guía para la lectura de la síntesis tomista:



• q. 75, a. 1: la presencia real; a. 2-4: sobre la conversión/transustanciación; a. 5: la permanencia de los accidentes.
• q. 76, a. 1: la presencia del totus Christus; a. 2-3, en cada una de las especies; a. 4: la cantidad del cuerpo de Cristo en el sacramento; a. 5-6: la presencia a modo de sustancia, no localmente; a. 7-8: cuestiones referentes a los milagros eucarísticos.
• q. 77: una cuestión de ocho artículos referentes a los accidentes o especies.

 Cabe recordar, además de a Tomás, teólogo de la Summa, al también teólogo-poeta de los preciosos textos litúrgicos de los oficios y de la misa del día del Corpus, fiesta típica del momento de la fe medieval en la presencia real y personal de la Eucaristía. Fue instituida por Urbano IV con la Bula Transiturus en 1264, después del milagro ocurrido cerca del lago de Bolsena. El texto del oficio y de la misa, compuestos, como se cree, por santo Tomás, fueron adjuntados como apéndice a la bula del Papa.

            Diversas intervenciones del Magisterio de la Iglesia precisan progresivamente la posición católica. El concilio Lateranense IV, (1215), en la profesión de fe contra los cátaros y los albigenses expresa la doctrina sobre la presencia real en el más límpido lenguaje escolástico: «sub especiebus panis et vini veraciter continetur, transubstantiatis pane in corpus et vino in sanguinem potestate divina» (DS 802). El concilio de Lyon (1274) en la profesión de fe del emperador Miguel el Paleólogo, afirma, a propósito de la Eucaristía: «in ipso sacramento panis vere transubstantiatur in corpus et vinum in sanguinem Domini nostri Iesu Christi...» (DS 860).

            En el siglo XIV el concilio de Costanza (1414-1418) (DS 1151-1153) condena algunos errores de J. Wycliffe. Representa una primera reacción a las proposiciones de tipo escolástico que, según él, no respetan la realidad misma de la Eucaristía. Para él: en la Eucaristía permanecen la sustancia del pan y del vino, los mismos accidentes del pan y del vino no se dan sin el propio sujeto. No se puede decir que en la Eucaristía Cristo se encuentre con la misma y real presencia con la cual está ahora en el cielo. Más que de transustanciación se trata de una «consustanciación».

            En el concilio de Florencia (1438-1445) en la profesión de fe para los armenios, se formula la doctrina de la presencia con estas palabras: «Ipsorum verborum virtute substantia panis in corpus Christi, et substantia vini in sanguinem convertuntur; ita tamen quod totus Christus continetur sub specie panis et totus sub specie vini. Sub qualibet quoque parte hostias consecratae et vini consecrati, separatione facta, totus est Christus» (DS 1321). Estas formulaciones que se inspiran en la límpida doctrina tomista, serán retomadas en el Concilio tridentino.
3. La posición de los reformadores

 Las posiciones de los Reformadores son un tanto diversas. Pero son bastante unitarias en lo esencial

 Lutero presenta estas tres grandes líneas de pensamiento: 1) Afirma convencido la presencia real de Cristo en la Eucaristía, según las mismas palabras de Cristo; incluso cree afirmar, mejor todavía que los «papistas», el realismo de la presencia que él sostiene con fuerza contra las tendencias demasiado simbolistas de otros reformadores. 2) Niega la transustanciación, de la que se ríe cáusticamente como palabra bárbara y explicación ridícula. Para él la presencia de Cristo se contiene con la sustancia y bajo la sustancia del pan y del vino; se trata, más bien, de una consustanciación de Cristo con el pan y con el vino (empanación, se dirá). El modo de explicar la presencia del Señor es el de su capacidad de encontrarse en todas partes, «ubique». Se habla, por ello de «ubiquismo» eucarístico. 3) Admite la presencia del Señor en la Eucaristía sólo «in usu», para la comunión; niega, pues la permanencia de la presencia fuera de la comunión, y es contrario al culto eucarístico fuera de la misa que él condena como idolatría, como adoración del pan. Zwinglio niega la presencia real y la explicación de Lutero sobre el ubiquismo. La presencia de Cristo es sólo espiritual. La Eucaristía es sólo una presencia en signo, también si reclama su pasión y muerte, estimula nuestra fe y es nutrimento espiritual del alma.

Calvino niega las explicaciones de Lutero y de Zwinglio: ni ubiquismo, ni simple simbolismo. Acentúa la fuerza espiritual «Virtus espiritualis», que al pan y al vino confiere el Espíritu Santo, en la medida en que es aceptada y recibida por la fe. Admite la presencia sólo en uso, y es polémico en las confrontaciones de la reserva y de todas las formas de culto eucarístico fuera de la misa.

 A estas posiciones de los reformadores responde el concilio de Trento en la sesión XIII con el Decreto sulla Santísima Eucaristia de 11 de octubre de 1551 (DS 1635-1661). La síntesis del trabajo llevado a cabo ha sido expresada en un proemio, ocho breves capítulos doctrinales de índole expositiva y positiva y 11 cánones. Vale la pena recordar algunos momentos esenciales de la composición del Decreto.

            El 27 de febrero de 1547 en las reuniones de los teólogos menores comienza la discusión de los artículos heréticos de los reformadores sobre la presencia real, la transustanciación y el culto eucarístico. Al final de aquel año, durante el período conciliar celebrado en Bologna, prosigue el examen de los artículos. Reanudado el Concilio en 1551, bajo Julio III, continúa y es ultimado el examen sobre los cánones entre finales de septiembre y comienzos de octubre.

Pero antes de la aprobación definitiva se piensa que sería oportuno elaborar algunos capítulos doctrinales que precedieran a los cánones. Se encargan algunos prelados, pero su proyecto fue rechazado de nuevo el 8 de octubre. Los legados pontificios redactan entonces los actuales capítulos que son presentados a los Padres el 9 de octubre. Con fecha 11 de octubre en la Iglesia tridentina de San Vigilio, capítulos y cánones son aprobados por unanimidad.

Esta doctrina marca un punto firme y autorizado de la doctrina católica, elaborada sobre la estela de la Biblia, de la tradición y de las formulaciones de los concilios medievales arriba citados. A ella se remite con fidelidad todo el Magisterio posterior, como se verá en el examen doctrinal. He aquí el texto completo de los capítulos y cánones de la XIII sesión.

 Decreto sobre el sacramento de la Eucaristía

 El sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento, reunido legítimamente en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa Sede Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu Santo, se juntó con el fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la fe y los sacramentos y poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos males que ahora agitan a la Iglesia de Dios y la escinden en muchas y varias partes; ya desde el principio tuvo por uno de sus principales deseos arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre enemigo sembró [Mt 13, 25 ss.] en estos calamitosos tiempos nuestros por encima de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así, pues, el mismo sacrosanto Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina acerca de este venerable y divino sacramento de la Eucaristía que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo que día a día le inspira toda verdad [Jn 14, 26], prohíbe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la Eucaristía de modo distinto de como en el presente decreto está explicado y definido.

 Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la Eucaristía

Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre sí que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su, modo natural de existir, y que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo. En efecto, así todos nuestros antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando, después de la bendición del pan y del vino, con expresas y claras palabras atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre. Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt 26, 26 ss.; Mc 14, 22 ss.; Lc 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Co 11, 23 ss.], como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima que algunos hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios, por los que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el universal sentir de la Iglesia, que, como columna y sostén de la verdad [1Tm 3, 15], detestó por satánicas estas invenciones excogitadas por hombres impíos, a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo este excelentísimo beneficio de Cristo.

 Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento

Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre, instituyó este sacramento en el que vino como a derramar las riquezas de su divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de sus maravillas [Sal 110, 4], y mandó que al recibirlo, hiciéramos memoria de Él [1 Co 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que É1 mismo venga a juzgar al mundo [1 Co 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara como espiritual alimento de las almas [Mt 26, 26]) por el que se alimenten y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquél que dijo: El que me come a mí, también él vivirá por mí [Jn 6, 58], y como antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quise también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la cabeza [1 Co 11, 3; Ef 5, 23] y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones [cfr. 1 Co 1, 10].

 Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos

Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos «ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible»; mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt 26, 26; Mc 14, 22], cuando Él, sin embargo, afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y ésta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más [Rm 6, 5]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella [Can. 8].

 Cap. 4. De la Transustanciación

Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan [Mt 26, 26 ss.; Mc 14, 22 ss.; Lc 22, 19 s; 1 Co 11, 24 ss.]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].

 Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento

No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituido para ser recibido [Mt 26, 26 ss.]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios [Hb 1,6; según Sal 96,7]; a quien los Magos, postrándose le adoraron [cfr. Mt 2,11], a quien, en fin, la Escritura atestigua [cfr. Mt 28, 17] que le adoraron los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya instituidos algunos días sagrados en que los cristianos todos, por singular y extraordinaria muestra, atestigüen su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la verdad victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la Iglesia universal, o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza y confundidos se arrepientan un día.

 Cap. 6. Que se ha de reservar e1 santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los enfermos

La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua que la conoció ya el siglo del concilio de Nicea. Además, que la misma Sagrada Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la suma equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este santo Concilio establece que se mantenga absolutamente esta saludable y necesaria costumbre [Can. 7].

 Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía

Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la santidad y divinidad de este celestial sacramento, con tanta más diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad [Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor [1 Co 11,28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1 Co 11, 28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental. Lo cual este santo Concilio decretó que perpetuamente debe guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes incumbe celebrar por obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si, por urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese cuanto antes [v. 1138 s].

 Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento

En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres tres modos de recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que algunos sólo lo reciben sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo espiritualmente, a saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel celeste Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad [Ga 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal moto se prueban y preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial [Mt 22, 11 s]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre costumbre en la iglesia –de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos de los sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos [Can. 10]; costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y razón debe ser mantenida.

            Y, finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Lc 1,78] que todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y concuerden ya por fin una vez en este «signo de unidad, en este vinculo de la caridad»; en este símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [Jn 6,48 ss.], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre con tal constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y culto, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt 6,11] y ése sea para ellos vida de su alma y salud perpetua de su mente, con cuya fuerza confortados [1R 19, 18], puedan llegar desde el camino de esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo alguno el mismo Pan de los ángeles [Sal 77, 25] que ahora comen bajo los velos sagrados.

            Mas porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos, reconocida ya la doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser por ellos precavidas y evitadas.

 Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía

Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema [cfr. 874 y 878].

Can. 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea anatema [cfr. 877].

Can. 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema [cfr. 878].

Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema [cfr. 876].

 Estos textos esenciales serán retomados en síntesis en el momento de la exposición sistemática.

 4. La teología postridentina

 Tras la relevante intervención del concilio de Trento contra los Reformadores 95, la teología católica defiende desde el modo más radical y como «tesela» de catolicidad la doctrina del Magisterio, con algunas tendencias que pueden ser peligrosas para la justa comprensión del misterio:

 • Un realismo eucarístico, verdadero en sí, pero que en algunas formulaciones llega a una especie de «nestorianismo» eucarístico o de «monofisismo», cuando por una parte se exagera, al menos verbalmente, una presencia demasiado humana (el niño Jesús, el Prisionero del tabernáculo) o sólo divina (el buen Dios...).
• Explicaciones escolásticas de la transustanciación que no respetan la verdad y la sobriedad de la formulación tridentina.
• Intentos de aplicar a la doctrina sobre la presencia real, las nuevas teorías sobre la ciencia física y las definiciones de sustancia, a partir de Descartes y Leibnitz, que define la sustancia para aplicarla, con un cierto concordismo, al misterio eucarístico.

 En nuestro siglo se revela un gran interés por las cuestiones que respectan a la presencia real. Permanecen en su sobriedad las formulaciones escolásticas, neoescolásticas y tomistas, sobre la presencia y la transustanciación. Continúan los intentos de explicación, a partir de las nuevas formulaciones, de la física moderna.

            Por reacción, se reactiva en algunos sectores el retorno al simbolismo eucarístico, mediante una aplicación de la filosofía existencial y fenomenológica que no quiere dar tanta importancia en la filosofía de las cosas a su realismo sino a su sentido por el hombre, con gran detrimento de la doctrina sobre la verdad de la presencia real.

            Se profundiza en el tema de la presencia desde diversos puntos de vista teológicos: se intentan nuevas interpretaciones de la doctrina de Trento; se elaboran nuevas síntesis teológicas, en armonía con los datos bíblicos y litúrgicos. Un nuevo acercamiento, al menos verbal, se observa en los autores protestantes en la formulación de la fe en la presencia y del necesario cambio de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, tanto en documentos de convergencia ecuménica como en autores individuales.

            Sobre el fondo de estas posiciones es preciso interpretar los documentos del Magisterio de la Iglesia en notables intervenciones. Son las de Pío XII en la Mediator Dei (20.11.1947) sobre la presencia real y el culto eucarístico, en la Humani Generis (12.08.1951) sobre la presencia de las fórmulas de fe y la condena de las interpretaciones de una presencia de Cristo puramente simbólica. A éstas se añaden las de Pablo VI en la encíclica Mysterium Fidei (03.09.1965) y las precisiones del Credo del Pueblo de Dios (30.06.1968).

            Una debida información sobre posiciones teológicas y sobre la doctrina del Magisterio se dará en la exposición sistemática.

  Bibliografía:

Para una profundización, más allá de los manuales, cfr.

• A. Gerken, Teologia eucaristica, Ed. Paoline 1977.

• E. Schillebeeckx, La presenza eucaristica, Ed. Paoline 1968 (con algunas reservas para las interpretaciones históricas).

• J.A. Sayés, La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid, BAC, 1976.

• J. Castellano, Presencia de Cristo en la Eucaristía. Exégesis. Teología. Espiritualidad, Teresianum 1968, pro manuscripto; con una síntesis sobre las posiciones modernas en mi artículo: Transubstanciación. Trayectoria ideológica de una reciente controversia, en «Revista Española de Teología» 29 (1969) pp. 305-354.

• D. Powers, Teologia eucaristica, Brescia, Queriniana, 1969.

No hay comentarios:

Publicar un comentario